Gregory Crewdson (Brooklyn, 1962) recuerda que de niño trataba de
escuchar con la oreja pegada al suelo mientras su padre, que era psicoanalista,
pasaba consulta en el piso de abajo. Él tiende a considerar su obra, en alguna
medida, como resultado de aquella experiencia. Y viendo sus imágenes,
efectivamente, nos parece estar frente a la escenificación de las angustias y
ansiedades de cualquiera de los habitantes de un barrio residencial
norteamericano. Ha ido construyendo así un paisaje emocional y psíquico en el
que lo cotidiano adquiere rasgos desmesurados y excepcionales, y lo reprimido e
inexplicable cobra vida con un realismo exuberante.
PREGUNTA. ¿Se ve como un nuevo cronista de la vida cotidiana, que
representa los fantasmas y los miedos colectivos, las angustias y las
esperanzas del individuo?
RESPUESTA. Sin duda hay determinados temas y preocupaciones que
han estado presentes en mi trabajo durante los últimos 20 años. Esos temas son
una expresión de mis intereses, que serían el encontrar el misterio en la vida
cotidiana. Intento basar mi trabajo en la sensibilidad americana que trata
sobre los conceptos de belleza, teatralidad, tristeza, desarraigo y deseo. Hay
también determinados contrastes que se ponen de manifiesto en mis fotografías.
Parecen inducir un sentimiento psicológico de soledad y alienación, que a la
vez se presenta con un sentido subyacente de esperanza y posibilismo. Mis
primeras fotografías, que hice cuando estudiaba en la Universidad de Yale,
muestran ese interés. No se puede huir de uno mismo. Creo que muchos artistas
tienen una única historia que contar, y después intentan darle a esa historia
distintas formas. Mi esfuerzo es justamente hacer la fotografía más bella que
sea capaz. Intento crear un sentido de belleza complicada, no una belleza que
sea puramente seductora o elegante. Mis imágenes residen en el choque entre mi
necesidad irracional de hacer un mundo perfecto y la imposibilidad de
conseguirlo. Quiero provocar una tensión psicológica con determinadas
ansiedades, miedos o deseos.
P. En su obra hay elementos iconográficos que se repiten:
círculos, haces de luz, flores, moquetas, ventanas, coches, espejos, maletas.
¿Qué papel juega esa iconografía?
R. Los detalles en mi trabajo efectivamente impulsan el contenido
narrativo. Son estos detalles, una maleta, un libro, una cama, lo que es
realmente importante. Todo artista crea su propio vocabulario, un microcosmos
donde los motivos aparecen y reaparecen, revelando sus obsesiones y luchas
internas.
P. Al hablar de su trabajo es inevitable referirse a las
condiciones de producción de sus fotografías, con un equipo idéntico al del
cine.
R. Una de las cosas que amo de la fotografía, a diferencia del
cine u otra forma de narración, es que el espectador siempre incorpora su
propia historia, ya que al final la imagen siempre está sin resolver. Aunque mi
trabajo está influido por el cine, la imagen fija me gusta. Me interesan las
limitaciones de la fotografía por su capacidad de presentar una imagen
completamente congelada, donde no hay antes ni después. Intento utilizar esa
limitación como fuerza. Mis fotografías capturan momentos aislados sin pasado
ni futuro; una posibilidad imaginaria planea sobre ellas como si fuera una
pausa elocuente que juega con la fuerza narrativa de la fotografía.
P. En diferentes ocasiones se ha denominado a sí mismo como un
fotógrafo realista, que asume la tradición documental y paisajista americana.
¿Cómo sitúa su obra en relación a ese pasado?
R. Una de las cosas que se podría decir de mi trabajo es que tiene
una sensibilidad muy americana. Mis fotografías son, en cierto sentido, imágenes
realistas en cuanto a la forma fotográfica. Me siento muy atraído por este
lenguaje, con su sentido de lo común y familiar. Intento trabajar en un
escenario, que podría ser cualquier lugar y ninguno al mismo tiempo, no se
trata tanto de un lugar concreto sino de la imaginación colectiva. La paradoja
que subyace es que, a pesar de la producción y posproducción que necesitan mis
fotografías, la meta es que al final la obra tenga una transparencia pura, que
al final se aprecie como real y tangible.
P. Sus imágenes provocan que aquello que nos es familiar nos
resulte extraño, y lo extraño llegue a resultarnos familiar o reconocible. ¿Es
esa ambigüedad fundamental a la hora de representar un mundo interior
inaccesible, y las convulsiones que pueden esconderse bajo la aparente calma de
la superficie?
R. Siempre me ha fascinado lo extraño y la tensión que se provoca
cuando a lo familiar se le dota con un sentido de fantasía. Esto sin duda tiene
que ver con mi interés por lo doméstico. Trato de crear estas situaciones de
aparente cotidianeidad, donde hay todavía un sentido subyacente de misterio y
asombro. En ese sentido, la utilización de la luz es algo realmente importante
para mí. Creo esas situaciones cotidianas, e intento usar la luz, junto al
color y las formas, como un código narrativo que descubre la historia. También
proporciona cierta posibilidad de transformación de lo ordinario, lo que da a
las imágenes cierto sentido de teatralidad.
P. En su país existe, desde hace décadas, una cierta corriente
interesada en la representación de la cara oculta del aparente orden cotidiano,
interés que usted ahora parece compartir con diversos escritores y cineastas.
R. Yo diría que lo que me inspira proviene de esa tradición.
Existen tendencias generales por las cuales los artistas se sienten atraídos, y
en mi caso, me siento en sintonía con algunas cosas y con otras no. Edward
Hopper ha sido sin duda una gran influencia. Hay muchos otros: Diane Arbus,
William Eggleston, Alfred Hitchcock, David Lynch. Existe también una generación
de jóvenes cineastas que siguen esta tradición, como Paul Thomas Anderson o
Todd Solondz, por nombrar algún ejemplo.
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